14 June 2006

REPENSANDO EL CONVENIO COLECTIVO

Tengo el encargo, según indica el programa de este Seminario, de explicar cómo se negocia un convenio colectivo. Con mucho gusto me pondré manos a la obra, pero creo que también sería adecuado introducir algunas ideas-fuerza sobre de qué modo se debería negociar en la actual fase de innovación-reestructuración de los aparatos productivos y de servicios. Así pues, hablaré de lo que se está haciendo y, a continuación, voy a exponer qué nueva metodología debería ponerse en marcha con la intención de hacer del convenio colectivo (y, por extensión, de la práctica contractual) un instrumento útil para la defensa de la condición de vida de los asalariados, su relación con el welfare state, la eficiencia de la empresa y el avance social, económico y democrático del país, entendido todo esto como elementos vinculantes entre sí y no como variables independientes los unas de los otros[1]. Esta es una característica que no sólo la entiendo para el convenio de las empresas de servicios públicos sino, también, para todo el universo contractual, por ejemplo, la industria.
Séame permitido un breve inciso: la negociación colectiva es un importante derecho de ciudadanía (hoy con rango constitucional) y uno de los pilares del iuslaboralismo. Hasta tal punto que es fuente de derecho; de ahí que admitamos pacíficamente que el sindicalismo (o la representación que estipula la firma de lo convenido) pueda ser definida como sujeto legislador implícito[2]. Ello tiene, lógicamente, unas importantísimas repercusiones y, aunque no es motivo de este estudio, indica hasta qué punto las relaciones entre el partido y el sindicato han cambiado de metabolismo, pero esto lo dejaremos para otra ocasión.
Entrando de lleno en la materia que nos ocupa, diré que el convenio colectivo (y, como se ha dicho antes, de las conductas contractuales del sindicalismo confederal) expresaría la condición del sujeto social: la alteridad, inmanente (más allá de cualquier contingencia) del movimiento organizado de los trabajadores. Esto es, la independencia que se organiza con reglas propias para el ejercicio del conflicto social[3]. Denomino conflicto social a la práctica del sindicalismo, esto es, a la elaboración de la plataforma reivindicativa, a los momentos negociales y al eventual ejercicio de presión, incluida la huelga y, también, los momentos de participación de la gente en todo ese itinerario. Así pues, el conflicto social no es sólo la huelga sino todo ese ´recorrido´; otra cosa, bien distinta, es que en aras a una semántica edulcorada, no poca gente (incluso desde posiciones inequívocamente de izquierdas) denomina conflicto social a la huelga: es parte del contagio que estribor exporta a babor.
La coreografía de la negociación del convenio es como sigue: la representación social de los trabajadores (el comité de empresa en el centro de trabajo, el sindicato en el ámbito sectorial) se reúne, elabora el cuaderno reivindicativo, negocia con la contraparte patronal y, depende de qué posturas toma ésta, convoca una determinada forma de presión colectiva hasta llegar a un acuerdo asumido con mejor o peor agrado por unos y otros. Se diría que la conclusión de todo el iter negocial es el resultado de una vieja conocida nuestra, doña Correlación de Fuerzas, una dama contradictoria que suele despejar el asunto en una dirección determinada de un modo no caprichoso. De manera que el elemento de mayor consideración es el contenido, el petitorio que el conjunto asalariado asume para ser tratado con la otra parte de la mesa de negociaciones. Sin embargo, el problema de fondo es: ¿lo que demanda la representación social son peticiones que se refieren a la realidad de nuestros días? ¿son elementos que guardan una estrecha relación con el cambiante carácter del trabajo, con las mutaciones de la empresa, con las nuevas demandas de los trabajadores? He aquí el problema de más envergadura en los procesos contractuales tanto en el centro de trabajo como en el sector.
Aclaración obligada: la plataforma reivindicativa debe estar inmersa en el paradigma realmente existente. Que ya no es fordista, como lo era en tiempos no lejanos. Hoy el fordismo industrial es tendencialmente pura herrumbre, y va camino del cementerio; la innovación tecnológica tiene una amplitud y rapidez enormes; los cambios en los sistemas organizacionales de las empresas son evidentes; la globalización e interdependencia de la economía son bien visibles; las mutaciones en la estructura del conjunto asalariado no han hecho más que empezar; el trabajo, tal como lo hemos conocido hasta hace poco, está deconstruyéndose... En suma, existe un conjunto de novedades que interfieren a marchas forzadas la personalidad, todavía tradicional, del sindicalismo y la representación social de los trabajadores. Denomino esta fase innovación-reestructuración. Y se refiere a los aparatos productivos y de servicios, ya sean privados o públicos. En ese cuadro general se consolida un método que ya no es esporádico sino inmanente: la flexibilidad[4]. Todo lo anterior tiene, como mínimo, amplias repercusiones en dos venerables asuntos, estrechamente relacionados, el welfare state y el iuslaboralismo. Se diría que la sombra alargada de Weimar se parece un tanto a la magnífica copla de antaño: cuando la tarde languidece, renacen las sombras. Todo ello en un ajetreo constante que lleva de cabeza al sindicalismo y a la izquierda política: un espectacular enjambre de deslocalizaciones empresariales y una cortísima ´esperanza de vida´ de los centros de trabajo.
Sin embargo, la acción contractual del movimiento organizado de los trabajadores en todo su universo contractual se caracteriza por unos contenidos reivindicativos y un ejercicio del conflicto social que, en mi opinión, siguen anclados en el sistema de producción fordista. Es como si los marinos mercantes se empeñaran en seguir utilizando el noble astrolabio para navegar por esos mares océanos. Para prueba, un botón clarificador: un estudio del Centre d’Estudis i Recerca sindicals de Comisiones Obreras de Cataluña, con quinientos convenios en mano, demostró taxativamente que los contenidos negociales de tan vasta contractualidad se refieren sólo y sólamente a demandas propias de la fase del fordismo, amén de plantear casi en exclusiva dos temas: salarios y reducción de la jornada, estando en ayunas los grandes asuntos de la organización del trabajo[5]. Así las cosas, no cuesta esfuerzo alguno convenir en que existe una afasia descomunal entre la acción colectiva del sindicalismo, realmente existente, y el actual paradigma de innovación-reestructuración. Porque, si el centro de trabajo ha cambiado tan radicalmente, no es admisible el mantenimiento de una praxis reivindicativa que ya no se refiere al paradigma en el que nos encontramos. Es más, así las cosas, se produce una ristra de perversas consecuencias: pérdida de poder contractual del sujeto social, una clamorosa asimetría de poderes y ausencia de fuente de derecho. Por el contrario, en aquello que el sindicalismo no interviene lo rellena la contraparte con el unilateralismo empresarial del ius variandi. La negociación ya no es, por tanto, café sino pura achicoria. Lo que explicaría por qué la contraparte empresarial no está interesada en una reforma de los contenidos de la negociación colectiva: de esa manera gobierna, ella solita, los procesos de cambio en el centro de trabajo y en el conjunto de la economía. Una visión alicorta, es cierto, pero que se ve favorecida por la astenia cultural de los sujetos sociales.
El desafío de primer orden que tiene el sindicalismo confederal no es otro que el diseño de una práctica reivindicativa (y del ejercicio de todo el recorrido del conflicto social) acorde con las grandes mutaciones que están en el orden del día de esta fase de innovación-reestructuración, liquidando gradualmente (aunque todo lo rápido que pueda) los vestigios de sus propios últimos mohicanos fordistas. En caso contrario, perderá sucesivamente capacidad de representación y representatividad[6]. Es más, es en esta fase, tal como es realmente, (y no en el mantenimiento de la autorepresentación de la época de las ´nieves de antaño´) donde el sindicalismo debe establecer el hilo conductor, capaz de tejer la solidaridad, si es que quiere seguir siendo un sujeto inclusivo de los sectores menos representados y peor protegidos: los asalariados del conocimiento y el mundo del precariado. Porque, tengo pensado que no se puede enhebrar una práctica de estructurar solidaridades, ahora, de la misma manera que en la época de la (siempre relativa) uniformidad del fordismo-taylorismo. En otras palabras, la plataforma reivindicativa que se reclama debe ser, también y sobre todo, expresión real de las diversidades del pluriverso del trabajo en cada centro y sector.
Razón de más para que lo que he denominado el itinerario del conflicto social sea, igualmente, hijo de estos tiempos. Y aquí tiene sentido redimensionar los hechos participativos. Esto es, el consenso activo e inteligente, formado e informado, que debe presidir la relación entre representantes y representados (en amable referencia al santo laico Antonio Gramsci). En la época fordista, la participación del conjunto asalariado (no siempre fácil) venía propiciada por la uniformidad de condiciones y por el inmenso apelotonamiento por metro cuadrado del personal. Hoy las cosas han cambiado, y muchas de ellas lo han sido gracias a la fuerza organizada del movimiento de los trabajadores. Quiero decir que ya es poco probable que la asamblea convencional, ecuménica, la de todos los trabajadores a la misma hora y en el mismo sitio escuchando al dirigente sindical subido a un bidón, un andamio o un pupitre, es poco probable por la diversidad de horarios y por el cambio morfológico del centro de trabajo. De ninguna de las maneras impugno la asamblea presencial de antaño, pero cada vez es menos determinante, porque cada vez está más interferida por cambios de turnos y otros asuntos de gran importancia. Hablando en plata: el sindicalismo debe proceder a un redefinición de las formas de participación (hoy más necesarias que nunca) para que los hechos participativos construyan un consenso itinerante entre representantes y representados.
Tengo para mí que el sindicalismo tiene pendiente una reflexión por analogía con los textos constitucionales. Veamos, en las Cartas Magnas europeas se afirma con la más alta solemnidad que ´la soberanía radica en el pueblo´, es decir, no la sitúa en el Parlamento. Bien, por analogía, ¿existe ´soberanía´ en la familia sindical? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿dónde se encuentra? Soy consciente de que este vocablo sólo tiene una acepción en las constituciones[7]. De manera que podemos utilizarlo como metáfora, pero hay que retener el concepto. Es claro que dicha expresión no ha figurado nunca en la sintaxis del movimiento sindical. Lo que ha llevado a que el poder decisorio esté únicamente en determinados órganos de dirección. Una aclaración: no vale el recurso de afirmar que el Congreso sindical es el órgano máximo. Porque ello equivaldría a manifestar que en la sede parlamentaria está la soberanía popular, entrando así en un anacoluto analógico. La pregunta un tanto intempestiva es, pues, ¿por qué, en este caso (no irrelevante) la democracia política es más cuidadosa que las prácticas de un sujeto democrático como lo es el sindicalismo confederal? Esta no es una cuestión formal sino de fondo, máxime cuando no existen reglas escritas en la vida sindical que regulen la participación de los inscritos. No la hay para decidir cómo y quiénes elaboran los contenidos reivindicativos, el ejercicio del conflicto, la decisión de firmar o no el convenio colectivo. Me gustaría que los profesionales del derecho del trabajo entraran al trapo de tan provocadora proposición.
Y no menor relevancia tiene el hecho de cómo se ejerce la movilización sindical, esto es, la parte más visible y convencional del conflicto social. Hasta hace poco tiempo, las cosas estaban así: cuando se estaba ´de brazos caídos´, las máquinas no funcionaban: había huelga. Pero la innovación tecnológica ha introducido una novedad: con inusitada frecuencia, las máquinas siguen funcionando cuando se está en huelga. Uno de los ejemplos más espectaculares de lo que se pretende decir ocurrió cuando la huelga de los trabajadores de la televisión catalana, tv3. La digresión que viene es de lo más oportuna: estábamos en puertas del partido Barça-Atlético de Madrid, en tiempos de aquel legendario gentleman Robson, entrenador de los azulgranas. El partido fue de infarto, pero gracias a ese jabalí de élite que era Stoikoff se remontó y por fin, después de un inenarrable testarazo de Pizzi (digno de haber sido retransmitido por don Matías Prats) la cosa quedó 4 a 3: tot el camp era un clam... Pero volvamos a lo nuestro. El partido se televisó gracias a la puesta en marcha de unos ordenadores que habían milimetrado los tiempos con tal precisión que nadie notó que no había personas detrás de las cámaras, salvo que no hubo comentarios de los analistas deportivos, también en huelga. Ya no era posible el golletazo famoso que se dio en TVE en la antesala de la huelga del legendario 14 de diciembre que nos dejó a todos en ascuas porque no se supo si el disparo del sheriff había dado en el blanco y porque intuimos que al día siguiente aquello recordaría la batalla de Lepanto, la ocasión más alta que vieron los siglos presentes... Algo de esto dije en el seminario El conflicto social en el hecho tecnológico que organizó el CERES en 1998 en Barcelona. O lo que es lo mismo: la innovación tecnológica interfiere la forma tradicional de ejercer el derecho de huelga; de donde llego a la conclusión de que el sindicalismo no puede ser indiferente a tan importantes novedades. En resumidas cuentas, el sindicalismo confederal debe ajustar las cuentas, de una vez por todas, con el actual paradigma de innovación-reestructuración, un auténtico sepulturero del fordismo industrial, si es que quiere ser un sujeto contractual fuerte, útil para el conjunto asalariado, incluyente de los sectores menos representados y más desfavorecidos.


Hablando de una manera excesivamente seca, diré que los contenidos de las grandes concertaciones están ya agotados. Hoy, en mi opinión, es inaplazable abrir el camino de un pacto social por la innovación tecnológica. Hay dos razones para ello: a) el sentido de muy largo recorrido que tiene la cuestión tecnológica, b) el importantísimo déficit de ello en España. Y otro argumento de no menor consideración: en el actual paradigma tecnológico se está operando lo que Antonio Baylos llama el proceso de ´relegitimación de la empresa´[8] porque, como ha quedado escrito anteriormente, gobierna los cambios unilateralmente, de manera que es ahí, en ese ´sistema´ donde debe meter el cazo el sindicalismo confederal con su propia alteridad. De esta manera se iría conformando un elenco de nuevos derechos de ciudadanía social en el centro de trabajo propios y simétricos con la innovación tecnológica. También porque es urgente salir de esa situación: los derechos laborales siguen siendo de naturaleza fordista, cuando este ´aparato´ se está convirtiendo aceleradamente en una cadaverina. Por eso, hace tiempo que vengo reclamando una rediscusión a fondo del Estatuto de los Trabajadores que, en este momento, se ha convertido en un anciano venerable que, alla chetichella, amenaza con defender sólo a un número reducidísimo de trabajadores. Creo, por tanto, que se necesita almacenar un buen número de derechos acordes con el actual paradigma que, convenio a convenio, negociación a negociación, sitúen un embrión de Estatuto de los Saberes como nuevo compendio iuslaboralista. En mi opinión, el Pacto social por la innovación tecnológica y el Estatuto de los Saberes serían importantes instrumentos para que el sindicalismo confederal pudiera ejercer un buen control de la flexibilidad, entendida ésta como un mecanismo co-determinado en el centro de trabajo por el dador de trabajo y el sujeto social. Esta es una cuestión importante para que la flexibilidad (que se ha convertido en lo que Alberto Moravia denominaba una de esas ´parole malate´) no se traduzca en flexibilización, es decir, el poder unilateral de la empresa en la fijación de las condiciones de trabajo. De ahí que, en repetidas ocasiones, para evitar malentendidos haya definido la flexibilidad como un mecanismo negociado, mientras que la flexibilización es lo que he dado en llamar unilateralismo empresarial.

La acción contractual del sindicalismo confederal en los servicios públicos merece una serie de reflexiones propias de este territorio. Todo lo dicho anteriormente es válido para el convenio o la contractualidad en los servicios públicos, cierto. Pero vale la pena hacer la siguiente consideración: así como en la industria existen dos mundos (el movimiento de los trabajadores y la contraparte), en los servicios públicos hay un tercero en discordia: los usuarios. El ejercicio del conflicto social en este universo no deja de ser un mero calco de lo que ocurre en los sectores industriales. Por lo general se deja a la intemperie a los usuarios (la mayoría de los cuales son asalariados) y, con frecuencia, son rehenes de los desacuerdos de los que negocian el convenio. Es decir, no existe la más mínima complicidad entre los trabajadores en movilización y el resto de la ciudadanía, lo que imposibilita, de un lado, el movimiento solidario y, de otra parte, en los usuarios aparecen bolsas de enemistad (cuando no de hostilidad) hacia los que ejercen el conflicto. Cuando en la primavera de aquel lejano 1979 propuse la necesidad de un Código de autorregulación de la huelga pensé que el sindicalismo confederal podía dar un salto adelante en la acción reivindicativa y contractual en los sectores públicos[9]. Lo cierto es que muy pocos (se podrían contar con los dedos de una mano) me acompañaron en aquella propuesta. Que no obstante aparece en los congresos sindicales de CC.OO., seguramente para dar lustre a la literatura oficial, pero que a continuación queda archivada en las estanterías de los (ya abultados) archivos. No es el momento de abordar la manera de ejercer el conflicto social en ese universo de los servicios públicos, aunque sí me importa indicar que la reciente huelga de los magistrados italianos apunta en una dirección oportuna. En caso contrario apunta la convocatoria de huelga de los sindicatos británicos de la función pública, fijada precisamente para los días de cobro de los subsidios de los parados y de las pensiones para los jubilados, todo un ejemplo de la más rancia tosquedad sindical.
Casi por último parece oportuno (en este asunto de cómo se negocia un convenio) pasar revista a la conveniencia de mantener la actual morfología de las prácticas contractuales. Como es bien sabido, un convenio o pacto de empresa tiene una vigencia estipulada: vale para equis años. Pero aquí nos encontramos, ya en los tiempos presentes, con la siguiente curiosidad: lo que el sujeto social firma para dicho período (tantas horas de trabajo a remunerar por un salario determinado) va cambiando ante cada innovación tecnológica. El cuadro horario se mantiene fijo, pero el cambio tecnológico hace que los tiempos de trabajo se incrementen; el salario se mantiene, pero la plusvalía relativa se incrementa porque el tiempo de trabajo y la productividad han variado considerablemente[10]. Así las cosas, el dador de trabajo va haciendo variar el convenio pactado, mientras que el sujeto social se ve constreñido, en la actual morfología contractual, a cumplir sus obligaciones estipuladas. Perdón por el casticismo, este es el negocio de Roberto el de las Cabras.
¿Qué hacer? O bien cambiar la forma-convenio o bien plantear la periódica revisión del convenio por la vía de una negociación itinerante. Algo de ello dejamos escrito en A contracorriente, un documento elaborado por el Ceres en el otoño de 1998. En todo caso, en una u otra hipótesis, el convenio en su nueva forma debería ser gestionado por el instrumento de la codeterminación al que antes se ha aludido, de un lado; y, de otra parte, instituyendo en el centro de trabajo el correspondiente mecanismo autocompositivo para la solución de los conflictos, como primer escalón del Tribunal Laboral o de la propia Magistratura de Trabajo[11].
Finalmente, me parece que tiene interés apuntar (sólo apuntar) algo sobre la representación social, esto es, el sujeto contractual que negocia en nombre de los trabajadores. Los juristas hablan de la curiosidad del sistema de representación español: de tipo dual, esto es, el comité de empresa en el centro de trabajo y el sindicato en el sector. Yo impugno de cuajo ese modelo. La razón es bien sencilla: si la economía es global e interdependiente, si la empresa es global e interdependiente ¿por qué se mantiene contra viento y marea el comité, que es un sujeto autárquico? No cuadra el asunto. Quien esté interesado en un mayor desarrollo de esta relevantísima cuestión puede consultar el debate que, entre buenos cofrades, mantenemos el profesor Baylos y un servidor, una discusión que encontrará en el número 22 de la Revista de Derecho Social .

En resumidas cuentas, el sindicalismo confederal necesita repensar urgentemente su práctica contractual. Porque, en caso contrario, se quedará en la defensa de cada vez más un exiguo número de asalariados. Sin embargo, no parece que los documentos de las citas congresuales, que están a la vuelta de la esquina, aborden la cuestión de manera audaz, al menos por ahora. De momento parece estar aparcada la necesidad de un gran esfuerzo de debate colectivo de elaboración de propuestas (no digo ya estratégicas, sino de ahora para hoy mismo), apoyado en una ristra de hechos participativos, formados e informados. Paciencia y con una buena caña, es posible que todo cambie a mejor. Hoc est in votis.


NOTAS SEGURAMENTE INNECESARIAS, PERO ES LA MODA_



[1] Concebir de esta manera toda la política contractual del sindicalismo confederal significaría que el sujeto social jugaría un papel general no sólo en el centro de trabajo sino en el conjunto de la sociedad como pleno sujeto reformador. De este modo se conjuga el papel del sindicato como defensor de los intereses materiales del conjunto asalariado con las garantías consecuentes de la eficiencia de la empresa y la calidad del sistema democrático.
[2] Sobre el sujeto legislador implícito dije algo en las Jornadas que organizó la Facultad de Derecho de la Universidad de Castilla-La Mancha el día de San Isidro de 2003, celebrando los XXV años de la Constitución Española y el papel de CC.OO.
[3] Riccardo Terzi, en Quaderni de Rassegna Sindacale, num.4 de 2003, plantea nuevas reflexiones sobre la autonomía sindical.
[4] José Luis López Bulla: ´El Control de la flexibilidad´ en Izquierda y Futuro núm 2, Granada 2002) y ´Diálogos con Javier Terriente´ en La factoría, núm. 20, Colomers 2003.
[5] Miquel Falguera, José Luis López Bulla: Auditoría de la negociación colectiva en Catalunya, Ceres, septiembre de 1998. No ha habido más auditorías posteriormente, pues el Emperador, al verse desnudo, cayó en la cuenta de que lo mejor era no darle cuatro cuartos al pregonero.
[6] Para el caso que nos ocupa, entiendo por representación la fuerza que establemente quiere organizar; y defino la representatividad como la cantidad y, sobre todo, la cualidad de las demandas y reivindicaciones de sus representados.
[7] José Luis López Bulla: ´La cuestión tecnológica´ en El País-Cataluña, 25 abril de 2003 y ´El pacto social por la innovación tecnológica y el Estatuto de los Saberes´ en la web de la Fundación sindical de Estudios de la Unión de Madrid de CC.OO.
[8] Antonio Baylos: ´Derecho del trabajo, un modelo para armar´ (Trotta, 1991)
[9] José Luis López Bulla: ´ Sobre la acció sindical als serveis públics´ en Nous Horitzons, núm 53, abril de 1979
[10] Note el lector la diferencia entre horario de trabajo y tiempo de trabajo porque es de la mayor importancia. Un horario de trabajo puede ser de ocho horas diarias que se concreta en unas determinadas horas reales de trabajo. Pero, con la innovación tecnológica que van eliminando las porosidades (o momentos muertos) el tiempo de trabajo se incrementa, también porque se eliminan determinadas operaciones. Por ejemplo, el tiempo de trabajo productivo de una máquina de escribir (con sus operaciones muertas, que en paz descansen) y el ordenador que elimina el papel carbón, los gestos de los espacios de final de línea, el engorroso tipex y no sé cuántas cosas más. En todo caso, no creo que sea posible una práctica sindical adecuada mientras se mantenga la confusión que equipara el horario de trabajo al tiempo de trabajo, lo que recuerda otra famosa confusión: la que existe entre salarios y poderes adquisitivos. Quede claro que todo esto son gangas que los dirigentes sindicales de mi generación dejamos a las mesnadas que nos siguieron... Pero todo tiene un límite.

[11] Miquel Falguera y José Luis López Bulla en ´El sindicalismo en la encrucijada´ (Columna, 1997) Otra referencia es: Roberto Mania y Gaetano Sateriale en Relazioni pricolose (Il mulino, 2002)