Andrés Querol me ha pedido que hable en la Escuela Angel Rozas “sobre los primeros pasos de Comisiones Obreras”. He aquí el texto de mi intervención. La idea es que los jóvenes sindicalistas tengan de antemano estas reflexiones. De esta manera robaré menos tiempo al hipotético coloquio y el resto de los discursos previstos.
José Luis López Bulla (1)
Primero
Son muchos los pensadores que afirman que analizar el pasado conduce a estar al tanto de las cosas presentes y venideras. Naturalmente, todo depende de cómo se enfoque la mirada. Procuraré esmerarme en esa mirada a la hora de revisitar los orígenes de Comisiones Obreras para que estas reflexiones tengan, como propósito central, las utilidades más convenientes con la idea de encarar razonablemente los retos de nuestro tiempo. En todo caso, me importa aclarar de entrada que esta intervención no tiene pretensiones de estudio histórico. Por varias razones: no soy historiador y no creo que los protagonistas de los acontecimientos sean capaces de hacer una adecuada historiografía, ni siquiera aproximadamente objetiva. Así pues, aquí estoy –cosa que agradezco a los responsables de la Escuela Angel Rozas-- para ofrecer unos pespuntes, siempre subjetivos, con la mirada de hoy, de lo que fueron los primeros andares de Comisiones Obreras.
Aunque no hay un momento fundacional concreto, sí estamos en condiciones de aclarar que, en los primerísimos años de la década de los sesenta, existe ya un movimiento de trabajadores que, de manera significativamente descentralizada, está luchando por toda una serie de reivindicaciones muy centradas todas ellas en las condiciones de trabajo. No obstante, debemos señalar que, mucho antes de ese movimiento, se han producido importantes movilizaciones obreras en Catalunya y España. El movimiento –el que motiva estas reflexiones-- tiene un `origen´ inmediato: las posibilidades legales que permite la Ley de Convenios colectivos de 1958. Dicho texto, aprobado por las Cortes franquistas de la Dictadura, abre la posibilidad de que, en los centros de trabajo de una determinada dimensión, los representantes de los trabajadores, elegidos en las elecciones sindicales, puedan negociar el convenio colectivo de centro de trabajo y, con más restricciones todavía, los acuerdos colectivos de ramo profesional. Naturalmente se trata de una legislación restrictiva en un contexto --¿hace falta recordarlo?-- de ausencia de libertades democráticas; más todavía de dura represión de las mismas: una represión amplia que va desde los despidos patronales a las detenciones y encarcelamientos. Esta ley del 58 da voz (también la quita) a los jurados de empresa (la representación de los trabajadores) para poder negociar directamente con la patronal, substituyendo las reglamentaciones salariales que se decidían unidireccionalmente desde el Ministerio de Trabajo. Como es natural, la ley era una medida que necesitaba la peculiar forma de capitalismo de entonces que, a la chita callando, iba dejando de ser autárquico en España; por tanto, la medida convenía a las formas de desarrollo económico que, aunque muy retrasadas con relación a Europa, empezaban a disfrazarse de neocapitalismo a la española.
De manera que, en la gran empresa, con sus particulares características prototayloristas, empiezan a crearse ciertas condiciones para la reivindicación, cuyo objetivo es el intento de negociación, y para ello es necesaria la auto-organización de los trabajadores. Los sindicatos democráticos clandestinos no ven –no pueden o no saben ver-- las novedades que se abren. Aunque no estoy en condiciones de aclarar el orden de prelación de estas dificultades, diré que los motivos de esta dificultad son los siguientes: 1) la represión política que sistemáticamente descabezaba todo intento de organización que, por lo demás, era clandestina; 2) la natural desconfianza con relación a las medidas de la Ley de convenios y la de las elecciones sindicales, y habrá que recordar que el planteamiento de los sindicatos clandestinos, en relación con ambas leyes, era de boicot. Ahora bien, apunto –desde luego, con los ojos de hoy-- a otra explicación que, hasta la presente, no ha sido ni siquiera insinuada.
Pero, a mi juicio, lo más determinante era que el sindicalismo democrático tradicional –me permito esta absurda expresión, `sindicalismo´ y `democrático´ porque el sindicalismo sólo puede ser democrático— era, dicho de forma contundente, un sujeto externo al centro de trabajo. O, si se prefiere de una manera bondadosa, un sujeto parcialmente externo al centro de trabajo. Así pues, las centrales sindicales, anteriores a la guerra civil, eran unas organizaciones externas al centro de trabajo. Porque no consiguieron capacidad contractual en el interior de la fábrica. Así pues, las organizaciones clandestinas (UGT y CNT, perseguidas implacablemente por la dictadura, al igual que las fuerzas democráticas), además de ser lógicamente recelosas de los tímidos cambios que se iban operando, eran por situación (la clandestinidad) y por inercia (sujetos externos al centro de trabajo) organizaciones que no podían ver lo que estaba apareciendo en la realidad. Incluso el comunismo español y catalán fluctuaba, todavía a principios de los sesenta, entre el aprovechamiento de la UGT clandestina y la creación de un grupúsculo sindical, no menos clandestino, como lo fue la Oposición Sindical Obrera (OSO) que, dicho sea con desparpajo, eran cuatro y el cabo.
Mientras tanto, iba apareciendo un movimiento natural: ante cada problema surgían unas comisiones de obreros –unas comisiones obreras, que debemos escribir en minúsculas— que tomaban nota de las aspiraciones del personal, hablaban con la dirección e intentaban, negociando, sacar algo en claro para los trabajadores y sus familias. Conseguido el petitorio o agotado éste, de una u otra forma, el conflicto desaparecía la comisión obrera. Era pues un movimiento fugaz y pasajero. La novedad de estas comisiones de obreros (o comisiones obreras) es que eran un sujeto que estaba en el interior del centro de trabajo y, por lo tanto –ya fuera por necesidad, intuición o sentido común--, el análisis de aquel microcosmos y la reivindicación estaban en aproximada consonancia con los cambios que se iban operando. Comoquiera que no estamos aquí para establecer una cronología de los hechos, diré que se van incrementando las situaciones fugaces y pasajeras y, unas y otras, van adquiriendo una moderada estabilidad. Esto es, lo fugaz se va transformando en permanente. Las comisiones obreras acaban sacando unas mínimas ventajas de constituirse, en los centros de trabajo, en organismos que no se disuelven una vez acabado el conflicto, es decir, se mantienen en grupos estables y permanentes. Empiezan a ser Comisiones Obreras (así en mayúsculas). Cierto, todavía tendrá que llover lo suyo para que ese movimiento decida darse una estructuración de ramo profesional, pero los postigos de la ventana se han abierto de par en par.
El camino que se abre es: si somos un sujeto interno en la fábrica ¿qué orientación central se da a ese movimiento? ¿debe ser clandestino, semiclandestino, abierto? Un movimiento clandestino tiene, en teoría, la ventaja de ser menos vulnerable a la represión; en cambio si es abierto y público, la evidente ventaja es que la conexión directa con los trabajadores es, como hipótesis, mayor, aunque más vulnerable a los diversos tipos de represión. La solución a esta incógnita viene con una primera maduración de nuestras experiencias: el aprovechamiento de los resquicios legales que (parcialmente) posibilita la Dictadura y su combinación con formas ilegales o paralegales de acción colectiva. Por así decir, esta opción era más fiable que organizarse clandestinamente y, desde ahí, convocar por ejemplo un acto ilegal, como lo era la huelga, considerada como delito de rebelión. Por ahí fuimos, especialmente porque, en ese sentido, el comunismo español y catalán se esforzaron en que esa vereda era la más apropiada, y tenían razón. Entre paréntesis, diré que esta fue la orientación que Giuseppe Di Vittorio, a mediados de los años veinte, impuso al sindicalismo italiano en su lucha contra Mussolini, de un lado, y –según supimos posteriormente-- este camino fue el que intentó poner en marcha Joan Peiró, el gran dirigente de la CNT, en la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Por lo demás, parece probado que Stalin aconsejó muy vivamente a los comunistas españoles, a principios de los cincuenta, una orientación similar, provocando, al principio, una sorpresa mayúscula de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Cierro paréntesis. Aclaro, hasta donde yo me sé, nosotros no conocíamos los planteamientos de Giuseppe Di Vittorio ni nadie citó las orientaciones de Joan Peiró.
Bien, se trataba de optar por consolidar la línea fuerza que, tendencialmente, era la expresión autónoma de aquel movimiento original que teníamos en las manos. Nuestro movimiento debía ser abierto y no clandestino, capaz de combinar las posibilidades de la legislación franquista con las formas paralegales e, incluso, ilegales. Naturalmente esta opción también estaba expuesta a la represión. Pero la solidaridad con los represaliados era mayor si el movimiento tenía esas características públicas.
Soy de la opinión que la discontinuidad histórica que representa aquel movimiento es, precisamente, ser un sujeto interno del centro de trabajo. Lo demuestra la preocupación fundamental: la elaboración de la plataforma reivindicativa, basada (como se ha indicado anteriormente) en las condiciones de trabajo. Es, a partir de esta consideración, de donde se desprenden las originales características de aquella acción colectiva. Tal vez la primera sea la relación entre representatividad y representación de las ya Comisiones Obreras. Llamo `representatividad´ a la capacidad de asumir las anhelos de los trabajadores; y defino la `representación´ como el nivel de apoyo que tales trabajadores ofrecen, de manera fugaz o estable, a los grupos coordinadores de CC.OO., que es de lo que estamos hablando ahora. Ya que esos grupos son un sujeto interno en el centro de trabajo y, comoquiera, que hay un vínculo estrecho entre representatividad y representación, la conclusión evidente es la naturalidad del quehacer democrático y participativo de los trabajadores en aquella acción colectiva, en aquel movimiento. Es lo que he llamado, en otras ocasiones, la democracia próxima, vecina. En suma, es un movimiento de trabajadores que conformará a la larga un sindicato-de-los-trabajadores y no un sindicato-para-los-trabajadores. Que tiene su arranque en –me interesa repetir el concepto— la naturalidad del quehacer democrático y participativo. Y porque si el vínculo que atraviesa la condición asalariada (obrera, diríamos en aquellos tiempos) es de naturaleza social, es claro que quien es un sujeto interno en el centro de trabajo, de manera fácil aúna la representatividad y la representación en torno a la unidad social de masas. Es decir, construye un movimiento unitario: el que se desprende del vínculo social. Parece claro que cuando el sindicalismo era un sujeto externo al centro de trabajo, la contaminación político-partidaria (que separa, legítimamente, a los trabajadores) era una potente interferencia para la unidad del sindicalismo.
Ahora bien, este hiato entre sujeto interno y unidad precisa unas propiedades que estén en concordancia entre sí y con el proyecto unitario. Primero, la representatividad y la representación se concretan en la asamblea en torno a un bidón, un andamio, una mesa de despacho o un pupitre: la democracia próxima, vecina, que construye la plataforma reivindicativa y diseña el (hipotético) ejercicio del conflicto social. Ahí se dibuja la independencia de esa asamblea y el establecimiento de su propia autonomía. La independencia no como elemento en negativo, sino como expresión positiva de depender sólo y sólamente de la representatividad y representación que se ostentan cotidianamente. La auto-nomía como catálogo implícito de unas normas rudimentarias, aunque sólidas que consuetudinariamente se entienden con naturalidad como obligatorias y obligantes, no como mandato estatutario. Es decir, la independencia sindical, así las cosas, no es el resultado de un constructo sino la consecuencia (y, a la vez, el origen) de la elaboración de la plataforma reivindicativa, decidida y apoyada en la asamblea de todos los trabajadores. Es, desde ahí, como se va edificando el andamio de la independencia frente a todos y todo lo que no sea el interés concreto de ese conjunto asalariado.
Una prueba de la sofisticación de nuestro análisis aparece por escrito en la Asamblea de Orcasitas (Abril de 1967). Allí se dejó escrito que propugnábamos un sindicalismo de clase, independiente de la patronal y de todos los partidos políticos (incluidos los partidos obreros); que apostábamos decididamente por las libertades sindicales y el derecho de huelga en todos los países, con independencia de su carácter social e institucional. Estábamos afirmando que, incluso en el socialismo, el sindicalismo y el movimiento de los trabajadores debían ser plenamente independientes, autónomos y contar con el ejercicio de los derechos (incluida la huelga) de todo tipo. En otras palabras, nuestras formulaciones no eran intuiciones u ocurrencias improvisadas, sino la concatenación de unas premisas que venían establecidas tras el hecho incontrovertible de que `aquello´ era un sujeto en el interior del centro de trabajo.
En todo caso (y sin excluir no pocas intuiciones) parece oportuno traer a colación una prueba del razonamiento. Explica el maestro Tuñón de Lara en su Historia de España la importancia de un artículo que Marcelino publicó en el número de Junio de un lejano 1964 de la revista “Cuadernos para el diálogo” lo siguiente:
[...] A la capital administrativa ha sucedido el Madrid industrial; hoy son millares de obreras, que con sus batas blancas o azules, pasan por Atocha camino de Standard, Telefunken o Phillips hacia las máquinas-herramienta y las cadenas de montaje (2).
[...] A la capital administrativa ha sucedido el Madrid industrial; hoy son millares de obreras, que con sus batas blancas o azules, pasan por Atocha camino de Standard, Telefunken o Phillips hacia las máquinas-herramienta y las cadenas de montaje (2).
Aparentemente esta descripción camachiana podría ser interpretada como un relato costumbrista. Pero tiene mucha más miga. Es la percepción de un paisaje socioeconómico que ha desplazado definitivamente lo anterior: por la calle --de la fábrica hasta casa-- el mono azul de un tipo de trabajo asalariado ha emergido y de esa visibilidad antropológica Marcelino saca sus conclusiones sociopolíticas y culturales.
En estas reflexiones estoy hablando poco del papel de los enlaces sindicales y de los jurados de empresa. La razón es clara: es lo más conocido, lo más historiado. Por eso he intentado relatar lo menos sabido. No obstante, para no dejarme nada en el tintero recordaré que ese `entrismo´ (esa parte del aprovechamiento de los instrumentos legales) fue una pieza fundamental, aunque es, parcialmente, una consecuencia del elemento decisivo: ser un sujeto interno en el centro de trabajo. Porque, al fin y al cabo, los enlaces y jurados eran un eslabón imprescindible de aquella democracia próxima y vecina. Fueron la voz más pública y abierta de aquel movimiento. Que sufrimos una dura represión, es cosa sabida. Pero como queríamos peces, no tuvimos más remedio que mojarnos el culo.
Poco diré sobre una importante cuestión de la cuestión nacional de Catalunya que no se haya afirmado y escrito. Tan sólo haré unas apostillas que considero de interés: nosotros no asumimos plenamente la cuestión nacional con el objeto de impedir la existencia de un sindicato nacionalista. Nosotros lo asumimos, también con naturalidad, porque no concebíamos una separación entre lo social y las coordenadas político-culturales (culturales en el sentido gramsciano, naturalmente) del pueblo de Catalunya. Hasta tal punto que si bien en un principio hablamos de sindicato de clase y nacional, no pasó mucho tiempo en que afirmáramos que éramos un sindicatodeclaseynacional. Que pronunciado queda casi igual pero que escrito afirma la distinción.
Segundo
La generación fundadora eran personas cuarentonas. El mismo Ángel Rozas lo era, al igual que Cipriano García, y un poco mayor el compañero Marcelino Camacho. Lo digo para constatar algo elemental: ninguno de ellos tenía experiencia de dirección sindical, porque, en tiempos del sindicalismo democrático, en la República, eran unos chavalillos. Es decir, aprendieron a dirigir, dirigiendo. Y lo insólito, visto con los ojos de hoy, es que –inexpertos, como eran-- pusieron en marcha un movimiento de proporciones, no sólo de novedosa discontinuidad sino de preñez histórica. La tentación de mitificarles forma parte de la naturaleza humana. Y sobre todo del orgullo, a veces desmesurado, que tenemos las organizaciones con nuestros grandes padres. No fueron y ahora no deben verse como mitos, sino como personas de carne y hueso. Esto lo percibió mi suegro Mingu Roig, obrero de la construcción de Mataró que, cuando oyó hablar a Marcelino Camacho en el Pabellón de Deportes por primera vez, le susurró a Martí Bernasach: “Fixa´t Tonet en Marselinu; aquest company és com jo, però en sap mes” [Fíjate, Tonet en Marcelino; este compañero es como yo, pero sabe más]. En realidad la observación que hizo Mingu Roig era probablemente una parte de la potente conexión sentimental que Marcelino establecía con la gente. Y, añadiría ahora, una expresión más de esa democracia próxima y vecina, que promueve una fuerte relación sentimental con la gente. O, por mejor decir, eran la expresión de la condición asalariada concreta, no ideologizada, que conoce los entresijos del microcosmos de la fábrica. Y, ya que el centro de trabajo había cambiado, era preciso que la mirada de aquellas personas, de carne y hueso, no tuviera telarañas.
Bien, mucho han cambiado las cosas. Y, en buena medida, una explicación es que aquel movimiento de trabajadores puso en crisis muchas cosas. De entrada diré que no se explican las actuales conquistas de los trabajadores sin la aportación de aquella acción colectiva. Pero hoy vivimos otros tiempos que tienen más potencialidades que las de antaño: primero, el ejercicio de las libertades democráticas; segundo, la mayor cantidad de dirigentes sindicales; tercero, la acumulación histórica de experiencias de todo tipo. Naturalmente, hoy os encontráis con otro panorama: una profunda transformación de los aparatos productivos, una economía global y más interdependiente que pone en cuestión los viejos poderes de los Estados nacionales; las emergencias de lo que se llama el Estado de bienestar. Es, pues, a vosotros a quienes compete establecer las discontinuidades convenientes para darle mayor consistencia a la representatividad y representación del sujeto sindical. En pocas palabras, ver el deslizamiento del viejo fordismo hacia otro eje de coordenadas en la acción colectiva general de un mundo asalariado lleno de diversidades. La discontinuidad es, pues, cosa vuestra.
Pero, si nadie se escandaliza por el uso de las palabras, diré que la promoción de tales novedades será más fuerte si se retiene una parcela del sujeto conservador que, en parte, es también el sindicalismo. ¿Conservar qué? La democracia próxima, vecina que conduce a ser un sindicato-de-los-trabajadores. Que es substancialmente diverso de un sindicato-para-los-trabajadores.
Tercero.
Tomo carrerilla para ir acabando. Ya he dicho, al principio, que este relato no pretende ser histórico. Lo cierto es que, cuando los protagonistas de unos acontecimientos se ponen a escribir en términos históricos, se tiene la tentación de dorar no poco la píldora. Corresponde a los historiadores –no a la memoria histórica-- seguir historiografiando los primeros pasos de aquel movimiento. Sin trampa ni cartón, desde luego. Poniendo al descubierto las limitaciones que tuvimos en aquellos tiempos. Porque tengo para mí que, todavía, estar por hacerse una historia crítica de aquellos primeros pasos. No sólo la nuestra, también la de aquellas organizaciones sindicales que nos fueron contemporáneas.