Tengo el
encargo, según indica el programa de este Seminario, de explicar cómo se
negocia un convenio colectivo. Con mucho gusto me pondré manos a la obra, pero
creo que también sería adecuado introducir algunas ideas-fuerza sobre de qué
modo se debería negociar en la actual fase de innovación-reestructuración de
los aparatos productivos y de servicios. Así pues, hablaré de lo que se está
haciendo y, a continuación, voy a exponer qué nueva metodología debería ponerse
en marcha con la intención de hacer del convenio colectivo (y, por extensión,
de la práctica contractual) un instrumento útil para la defensa de la condición
de vida de los asalariados, su relación con el welfare state, la eficiencia de
la empresa y el avance social, económico y democrático del país, entendido todo
esto como elementos vinculantes entre sí y no como variables independientes los
unas de los otros[1]. Esta es una característica que no sólo
la entiendo para el convenio de las empresas de servicios públicos sino,
también, para todo el universo contractual, por ejemplo, la industria.
Séame permitido
un breve inciso: la negociación colectiva es un importante derecho de
ciudadanía (hoy con rango constitucional) y uno de los pilares del
iuslaboralismo. Hasta tal punto que es fuente de derecho; de ahí que admitamos
pacíficamente que el sindicalismo (o la representación que estipula la firma de
lo convenido) pueda ser definida como sujeto legislador implícito[2]. Ello tiene, lógicamente, unas
importantísimas repercusiones y, aunque no es motivo de este estudio, indica
hasta qué punto las relaciones entre el partido y el sindicato han cambiado de
metabolismo, pero esto lo dejaremos para otra ocasión.
Entrando de
lleno en la materia que nos ocupa, diré que el convenio colectivo (y, como se
ha dicho antes, de las conductas contractuales del sindicalismo confederal)
expresaría la condición del sujeto social: la alteridad, inmanente (más allá de
cualquier contingencia) del movimiento organizado de los trabajadores. Esto es,
la independencia que se organiza con reglas propias para el ejercicio del
conflicto social[3]. Denomino conflicto social a la práctica
del sindicalismo, esto es, a la elaboración de la plataforma reivindicativa, a
los momentos negociales y al eventual ejercicio de presión, incluida la huelga
y, también, los momentos de participación de la gente en todo ese itinerario.
Así pues, el conflicto social no es sólo la huelga sino todo ese ´recorrido´;
otra cosa, bien distinta, es que en aras a una semántica edulcorada, no poca
gente (incluso desde posiciones inequívocamente de izquierdas) denomina
conflicto social a la huelga: es parte del contagio que estribor exporta a
babor.
La coreografía
de la negociación del convenio es como sigue: la representación social de los
trabajadores (el comité de empresa en el centro de trabajo, el sindicato en el
ámbito sectorial) se reúne, elabora el cuaderno reivindicativo, negocia con la
contraparte patronal y, depende de qué posturas toma ésta, convoca una
determinada forma de presión colectiva hasta llegar a un acuerdo asumido con
mejor o peor agrado por unos y otros. Se diría que la conclusión de todo el
iter negocial es el resultado de una vieja conocida nuestra, doña Correlación
de Fuerzas, una dama contradictoria que suele despejar el asunto en una
dirección determinada de un modo no caprichoso. De manera que el elemento de
mayor consideración es el contenido, el petitorio que el conjunto asalariado
asume para ser tratado con la otra parte de la mesa de negociaciones. Sin
embargo, el problema de fondo es: ¿lo que demanda la representación social son
peticiones que se refieren a la realidad de nuestros días? ¿son elementos que
guardan una estrecha relación con el cambiante carácter del trabajo, con las
mutaciones de la empresa, con las nuevas demandas de los trabajadores? He aquí
el problema de más envergadura en los procesos contractuales tanto en el centro
de trabajo como en el sector.
Aclaración
obligada: la plataforma reivindicativa debe estar inmersa en el paradigma
realmente existente. Que ya no es fordista, como lo era en tiempos no lejanos.
Hoy el fordismo industrial es tendencialmente pura herrumbre, y va camino del
cementerio; la innovación tecnológica tiene una amplitud y rapidez enormes; los
cambios en los sistemas organizacionales de las empresas son evidentes; la
globalización e interdependencia de la economía son bien visibles; las
mutaciones en la estructura del conjunto asalariado no han hecho más que
empezar; el trabajo, tal como lo hemos conocido hasta hace poco, está
deconstruyéndose... En suma, existe un conjunto de novedades que interfieren a
marchas forzadas la personalidad, todavía tradicional, del sindicalismo y la
representación social de los trabajadores. Denomino esta fase
innovación-reestructuración. Y se refiere a los aparatos productivos y de
servicios, ya sean privados o públicos. En ese cuadro general se consolida un
método que ya no es esporádico sino inmanente: la flexibilidad[4]. Todo lo anterior tiene, como mínimo,
amplias repercusiones en dos venerables asuntos, estrechamente relacionados, el
welfare state y el iuslaboralismo. Se diría que la sombra alargada de Weimar se
parece un tanto a la magnífica copla de antaño: cuando la tarde languidece,
renacen las sombras. Todo ello en un ajetreo constante que lleva de cabeza al
sindicalismo y a la izquierda política: un espectacular enjambre de
deslocalizaciones empresariales y una cortísima ´esperanza de vida´ de los
centros de trabajo.
Sin embargo, la
acción contractual del movimiento organizado de los trabajadores en todo su
universo contractual se caracteriza por unos contenidos reivindicativos y un
ejercicio del conflicto social que, en mi opinión, siguen anclados en el
sistema de producción fordista. Es como si los marinos mercantes se empeñaran
en seguir utilizando el noble astrolabio para navegar por esos mares océanos.
Para prueba, un botón clarificador: un estudio del Centre d’Estudis i Recerca
sindicals de Comisiones Obreras de Cataluña, con quinientos convenios en mano,
demostró taxativamente que los contenidos negociales de tan vasta
contractualidad se refieren sólo y sólamente a demandas propias de la fase del
fordismo, amén de plantear casi en exclusiva dos temas: salarios y reducción de
la jornada, estando en ayunas los grandes asuntos de la organización del
trabajo[5]. Así las cosas, no cuesta esfuerzo alguno
convenir en que existe una afasia descomunal entre la acción colectiva del
sindicalismo, realmente existente, y el actual paradigma de
innovación-reestructuración. Porque, si el centro de trabajo ha cambiado tan
radicalmente, no es admisible el mantenimiento de una praxis reivindicativa que
ya no se refiere al paradigma en el que nos encontramos. Es más, así las cosas,
se produce una ristra de perversas consecuencias: pérdida de poder contractual
del sujeto social, una clamorosa asimetría de poderes y ausencia de fuente de
derecho. Por el contrario, en aquello que el sindicalismo no interviene lo
rellena la contraparte con el unilateralismo empresarial del ius variandi. La negociación
ya no es, por tanto, café sino pura achicoria. Lo que explicaría por qué la
contraparte empresarial no está interesada en una reforma de los contenidos de
la negociación colectiva: de esa manera gobierna, ella solita, los procesos de
cambio en el centro de trabajo y en el conjunto de la economía. Una visión
alicorta, es cierto, pero que se ve favorecida por la astenia cultural de los
sujetos sociales.
El desafío de
primer orden que tiene el sindicalismo confederal no es otro que el diseño de
una práctica reivindicativa (y del ejercicio de todo el recorrido del conflicto
social) acorde con las grandes mutaciones que están en el orden del día de esta
fase de innovación-reestructuración, liquidando gradualmente (aunque todo lo
rápido que pueda) los vestigios de sus propios últimos mohicanos fordistas. En
caso contrario, perderá sucesivamente capacidad de representación y
representatividad[6]. Es más, es en esta fase, tal como es
realmente, (y no en el mantenimiento de la autorepresentación de la época de
las ´nieves de antaño´) donde el sindicalismo debe establecer el hilo
conductor, capaz de tejer la solidaridad, si es que quiere seguir siendo un
sujeto inclusivo de los sectores menos representados y peor protegidos: los
asalariados del conocimiento y el mundo del precariado. Porque, tengo pensado
que no se puede enhebrar una práctica de estructurar solidaridades, ahora, de
la misma manera que en la época de la (siempre relativa) uniformidad del
fordismo-taylorismo. En otras palabras, la plataforma reivindicativa que se
reclama debe ser, también y sobre todo, expresión real de las diversidades del
pluriverso del trabajo en cada centro y sector.
Razón de más
para que lo que he denominado el itinerario del conflicto social sea,
igualmente, hijo de estos tiempos. Y aquí tiene sentido redimensionar los
hechos participativos. Esto es, el consenso activo e inteligente, formado e
informado, que debe presidir la relación entre representantes y representados
(en amable referencia al santo laico Antonio Gramsci). En la época fordista, la
participación del conjunto asalariado (no siempre fácil) venía propiciada por
la uniformidad de condiciones y por el inmenso apelotonamiento por metro
cuadrado del personal. Hoy las cosas han cambiado, y muchas de ellas lo han
sido gracias a la fuerza organizada del movimiento de los trabajadores. Quiero
decir que ya es poco probable que la asamblea convencional, ecuménica, la de
todos los trabajadores a la misma hora y en el mismo sitio escuchando al
dirigente sindical subido a un bidón, un andamio o un pupitre, es poco probable
por la diversidad de horarios y por el cambio morfológico del centro de
trabajo. De ninguna de las maneras impugno la asamblea presencial de antaño,
pero cada vez es menos determinante, porque cada vez está más interferida por
cambios de turnos y otros asuntos de gran importancia. Hablando en plata: el
sindicalismo debe proceder a un redefinición de las formas de participación
(hoy más necesarias que nunca) para que los hechos participativos construyan un
consenso itinerante entre representantes y representados.
Tengo para mí
que el sindicalismo tiene pendiente una reflexión por analogía con los textos
constitucionales. Veamos, en las Cartas Magnas europeas se afirma con la más
alta solemnidad que ´la soberanía radica en el pueblo´, es decir, no la sitúa
en el Parlamento. Bien, por analogía, ¿existe ´soberanía´ en la familia
sindical? Y, si la respuesta es afirmativa, ¿dónde se encuentra? Soy consciente
de que este vocablo sólo tiene una acepción en las constituciones[7]. De manera que podemos utilizarlo como
metáfora, pero hay que retener el concepto. Es claro que dicha expresión no ha
figurado nunca en la sintaxis del movimiento sindical. Lo que ha llevado a que
el poder decisorio esté únicamente en determinados órganos de dirección. Una
aclaración: no vale el recurso de afirmar que el Congreso sindical es el órgano
máximo. Porque ello equivaldría a manifestar que en la sede parlamentaria está
la soberanía popular, entrando así en un anacoluto analógico. La pregunta un
tanto intempestiva es, pues, ¿por qué, en este caso (no irrelevante) la democracia
política es más cuidadosa que las prácticas de un sujeto democrático como lo es
el sindicalismo confederal? Esta no es una cuestión formal sino de fondo,
máxime cuando no existen reglas escritas en la vida sindical que regulen la
participación de los inscritos. No la hay para decidir cómo y quiénes elaboran
los contenidos reivindicativos, el ejercicio del conflicto, la decisión de
firmar o no el convenio colectivo. Me gustaría que los profesionales del
derecho del trabajo entraran al trapo de tan provocadora proposición.
Y no menor
relevancia tiene el hecho de cómo se ejerce la movilización sindical, esto es,
la parte más visible y convencional del conflicto social. Hasta hace poco
tiempo, las cosas estaban así: cuando se estaba ´de brazos caídos´, las
máquinas no funcionaban: había huelga. Pero la innovación tecnológica ha
introducido una novedad: con inusitada frecuencia, las máquinas siguen
funcionando cuando se está en huelga. Uno de los ejemplos más espectaculares de
lo que se pretende decir ocurrió cuando la huelga de los trabajadores de la
televisión catalana, tv3. La digresión que viene es de lo más oportuna:
estábamos en puertas del partido Barça-Atlético de Madrid, en tiempos de aquel
legendario gentleman Robson, entrenador de los azulgranas. El partido fue de
infarto, pero gracias a ese jabalí de élite que era Stoikoff se remontó y por
fin, después de un inenarrable testarazo de Pizzi (digno de haber sido
retransmitido por don Matías Prats) la cosa quedó 4 a 3: tot el camp era un
clam... Pero volvamos a lo nuestro. El partido se televisó gracias a la puesta
en marcha de unos ordenadores que habían milimetrado los tiempos con tal
precisión que nadie notó que no había personas detrás de las cámaras, salvo que
no hubo comentarios de los analistas deportivos, también en huelga. Ya no era
posible el golletazo famoso que se dio en TVE en la antesala de la huelga del
legendario 14 de diciembre que nos dejó a todos en ascuas porque no se supo si
el disparo del sheriff había dado en el blanco y porque intuimos que al día
siguiente aquello recordaría la batalla de Lepanto, la ocasión más alta que
vieron los siglos presentes... Algo de esto dije en el seminario El conflicto
social en el hecho tecnológico que organizó el CERES en 1998 en Barcelona. O lo
que es lo mismo: la innovación tecnológica interfiere la forma tradicional de
ejercer el derecho de huelga; de donde llego a la conclusión de que el
sindicalismo no puede ser indiferente a tan importantes novedades. En resumidas
cuentas, el sindicalismo confederal debe ajustar las cuentas, de una vez por
todas, con el actual paradigma de innovación-reestructuración, un auténtico
sepulturero del fordismo industrial, si es que quiere ser un sujeto contractual
fuerte, útil para el conjunto asalariado, incluyente de los sectores menos
representados y más desfavorecidos.
Hablando de una
manera excesivamente seca, diré que los contenidos de las grandes
concertaciones están ya agotados. Hoy, en mi opinión, es inaplazable abrir el
camino de un pacto social por la innovación tecnológica. Hay dos razones para
ello: a) el sentido de muy largo recorrido que tiene la cuestión tecnológica,
b) el importantísimo déficit de ello en España. Y otro argumento de no menor
consideración: en el actual paradigma tecnológico se está operando lo que
Antonio Baylos llama el proceso de ´relegitimación de la empresa´[8] porque,
como ha quedado escrito anteriormente, gobierna los cambios unilateralmente, de
manera que es ahí, en ese ´sistema´ donde debe meter el cazo el sindicalismo
confederal con su propia alteridad. De esta manera se iría conformando un
elenco de nuevos derechos de ciudadanía social en el centro de trabajo propios
y simétricos con la innovación tecnológica. También porque es urgente salir de
esa situación: los derechos laborales siguen siendo de naturaleza fordista,
cuando este ´aparato´ se está convirtiendo aceleradamente en una cadaverina.
Por eso, hace tiempo que vengo reclamando una rediscusión a fondo del Estatuto
de los Trabajadores que, en este momento, se ha convertido en un anciano
venerable que, alla chetichella, amenaza con defender sólo a un número
reducidísimo de trabajadores. Creo, por tanto, que se necesita almacenar un buen
número de derechos acordes con el actual paradigma que, convenio a convenio,
negociación a negociación, sitúen un embrión de Estatuto de los Saberes como
nuevo compendio iuslaboralista. En mi opinión, el Pacto social por la
innovación tecnológica y el Estatuto de los Saberes serían importantes
instrumentos para que el sindicalismo confederal pudiera ejercer un buen
control de la flexibilidad, entendida ésta como un mecanismo co-determinado en
el centro de trabajo por el dador de trabajo y el sujeto social. Esta es una
cuestión importante para que la flexibilidad (que se ha convertido en lo que
Alberto Moravia denominaba una de esas ´parole malate´) no se traduzca en
flexibilización, es decir, el poder unilateral de la empresa en la fijación de
las condiciones de trabajo. De ahí que, en repetidas ocasiones, para evitar
malentendidos haya definido la flexibilidad como un mecanismo negociado,
mientras que la flexibilización es lo que he dado en llamar unilateralismo
empresarial.
La acción
contractual del sindicalismo confederal en los servicios públicos merece una
serie de reflexiones propias de este territorio. Todo lo dicho anteriormente es
válido para el convenio o la contractualidad en los servicios públicos, cierto.
Pero vale la pena hacer la siguiente consideración: así como en la industria
existen dos mundos (el movimiento de los trabajadores y la contraparte), en los
servicios públicos hay un tercero en discordia: los usuarios. El ejercicio del
conflicto social en este universo no deja de ser un mero calco de lo que ocurre
en los sectores industriales. Por lo general se deja a la intemperie a los
usuarios (la mayoría de los cuales son asalariados) y, con frecuencia, son
rehenes de los desacuerdos de los que negocian el convenio. Es decir, no existe
la más mínima complicidad entre los trabajadores en movilización y el resto de
la ciudadanía, lo que imposibilita, de un lado, el movimiento solidario y, de
otra parte, en los usuarios aparecen bolsas de enemistad (cuando no de
hostilidad) hacia los que ejercen el conflicto. Cuando en la primavera de aquel
lejano 1979 propuse la necesidad de un Código de autorregulación de la huelga
pensé que el sindicalismo confederal podía dar un salto adelante en la acción
reivindicativa y contractual en los sectores públicos[9]. Lo cierto es que muy pocos (se podrían
contar con los dedos de una mano) me acompañaron en aquella propuesta. Que no
obstante aparece en los congresos sindicales de CC.OO., seguramente para dar
lustre a la literatura oficial, pero que a continuación queda archivada en las
estanterías de los (ya abultados) archivos. No es el momento de abordar la
manera de ejercer el conflicto social en ese universo de los servicios públicos,
aunque sí me importa indicar que la reciente huelga de los magistrados
italianos apunta en una dirección oportuna. En caso contrario apunta la
convocatoria de huelga de los sindicatos británicos de la función pública,
fijada precisamente para los días de cobro de los subsidios de los parados y de
las pensiones para los jubilados, todo un ejemplo de la más rancia tosquedad
sindical.
Casi por último
parece oportuno (en este asunto de cómo se negocia un convenio) pasar revista a
la conveniencia de mantener la actual morfología de las prácticas
contractuales. Como es bien sabido, un convenio o pacto de empresa tiene una
vigencia estipulada: vale para equis años. Pero aquí nos encontramos, ya en los
tiempos presentes, con la siguiente curiosidad: lo que el sujeto social firma
para dicho período (tantas horas de trabajo a remunerar por un salario
determinado) va cambiando ante cada innovación tecnológica. El cuadro horario
se mantiene fijo, pero el cambio tecnológico hace que los tiempos de trabajo se
incrementen; el salario se mantiene, pero la plusvalía relativa se incrementa
porque el tiempo de trabajo y la productividad han variado considerablemente[10]. Así las cosas, el dador de trabajo va
haciendo variar el convenio pactado, mientras que el sujeto social se ve
constreñido, en la actual morfología contractual, a cumplir sus obligaciones
estipuladas. Perdón por el casticismo, este es el negocio de Roberto el de las Cabras.
¿Qué hacer? O
bien cambiar la forma-convenio o bien plantear la periódica revisión del
convenio por la vía de una negociación itinerante. Algo de ello dejamos escrito
en A contracorriente, un documento elaborado por el Ceres en el otoño de 1998.
En todo caso, en una u otra hipótesis, el convenio en su nueva forma debería
ser gestionado por el instrumento de la codeterminación al que antes se ha
aludido, de un lado; y, de otra parte, instituyendo en el centro de trabajo el
correspondiente mecanismo autocompositivo para la solución de los conflictos,
como primer escalón del Tribunal Laboral o de la propia Magistratura de Trabajo[11].
Finalmente, me
parece que tiene interés apuntar (sólo apuntar) algo sobre la representación
social, esto es, el sujeto contractual que negocia en nombre de los
trabajadores. Los juristas hablan de la curiosidad del sistema de
representación español: de tipo dual, esto es, el comité de empresa en el
centro de trabajo y el sindicato en el sector. Yo impugno de cuajo ese modelo.
La razón es bien sencilla: si la economía es global e interdependiente, si la
empresa es global e interdependiente ¿por qué se mantiene contra viento y marea
el comité, que es un sujeto autárquico? No cuadra el asunto. Quien esté
interesado en un mayor desarrollo de esta relevantísima cuestión puede
consultar el debate que, entre buenos cofrades, mantenemos el profesor Baylos y
un servidor, una discusión que encontrará en el número 22 de la Revista de Derecho Social
.
En resumidas
cuentas, el sindicalismo confederal necesita repensar urgentemente su práctica
contractual. Porque, en caso contrario, se quedará en la defensa de cada vez
más un exiguo número de asalariados. Sin embargo, no parece que los documentos
de las citas congresuales, que están a la vuelta de la esquina, aborden la
cuestión de manera audaz, al menos por ahora. De momento parece estar aparcada
la necesidad de un gran esfuerzo de debate colectivo de elaboración de
propuestas (no digo ya estratégicas, sino de ahora para hoy mismo), apoyado en
una ristra de hechos participativos, formados e informados. Paciencia y con una
buena caña, es posible que todo cambie a mejor. Hoc est in votis.
NOTAS SEGURAMENTE
INNECESARIAS, PERO ES LA MODA _
[1] Concebir de esta manera toda la política contractual
del sindicalismo confederal significaría que el sujeto social jugaría un papel
general no sólo en el centro de trabajo sino en el conjunto de la sociedad como
pleno sujeto reformador. De este modo se conjuga el papel del sindicato como
defensor de los intereses materiales del conjunto asalariado con las garantías
consecuentes de la eficiencia de la empresa y la calidad del sistema
democrático.
[2] Sobre el sujeto legislador implícito dije algo en
las Jornadas que organizó la
Facultad de Derecho de la Universidad de
Castilla-La Mancha el día de San Isidro de 2003, celebrando los XXV años de la Constitución Española
y el papel de CC.OO.
[3] Riccardo Terzi, en Quaderni de Rassegna Sindacale,
num.4 de 2003, plantea nuevas reflexiones sobre la autonomía sindical.
[4] José Luis López Bulla: ´El Control de la
flexibilidad´ en Izquierda y Futuro núm 2, Granada 2002) y ´Diálogos con Javier
Terriente´ en La factoría, núm. 20, Colomers 2003.
[5] Miquel Falguera, José Luis López Bulla: Auditoría de
la negociación colectiva en Catalunya, Ceres, septiembre de 1998. No ha habido
más auditorías posteriormente, pues el Emperador, al verse desnudo, cayó en la
cuenta de que lo mejor era no darle cuatro cuartos al pregonero.
[6] Para el caso que nos ocupa, entiendo por
representación la fuerza que establemente quiere organizar; y defino la
representatividad como la cantidad y, sobre todo, la cualidad de las demandas y
reivindicaciones de sus representados.
[7] José Luis López Bulla: ´La cuestión tecnológica´ en
El País-Cataluña, 25 abril de 2003 y ´El pacto social por la innovación
tecnológica y el Estatuto de los Saberes´ en la web de la Fundación sindical de
Estudios de la Unión
de Madrid de CC.OO.
[9] José Luis López Bulla: ´ Sobre la acció sindical als
serveis públics´ en Nous Horitzons, núm 53, abril de 1979
[10] Note el lector la diferencia entre horario de
trabajo y tiempo de trabajo porque es de la mayor importancia. Un horario de
trabajo puede ser de ocho horas diarias que se concreta en unas determinadas
horas reales de trabajo. Pero, con la innovación tecnológica que van eliminando
las porosidades (o momentos muertos) el tiempo de trabajo se incrementa,
también porque se eliminan determinadas operaciones. Por ejemplo, el tiempo de
trabajo productivo de una máquina de escribir (con sus operaciones muertas, que
en paz descansen) y el ordenador que elimina el papel carbón, los gestos de los
espacios de final de línea, el engorroso tipex y no sé cuántas cosas más. En
todo caso, no creo que sea posible una práctica sindical adecuada mientras se
mantenga la confusión que equipara el horario de trabajo al tiempo de trabajo,
lo que recuerda otra famosa confusión: la que existe entre salarios y poderes
adquisitivos. Quede claro que todo esto son gangas que los dirigentes
sindicales de mi generación dejamos a las mesnadas que nos siguieron... Pero
todo tiene un límite.
[11] Miquel Falguera y José Luis López Bulla en ´El
sindicalismo en la encrucijada´ (Columna, 1997) Otra referencia es: Roberto
Mania y Gaetano Sateriale en Relazioni pricolose (Il mulino, 2002)